lunes, 3 de febrero de 2014

LA ESPUMA DE LOS DÍAS EN LA CAPITAL DE ESPAÑA


De vez en cuando llega una ola a Madrid y se lleva a un ministro o a un director general que paseaba estúpidamente por el malecón de un decreto ley. Yo he visto alguna de esas olas batiendo por Atocha, por Alcalá, por Recoletos. Olas de quince metros de ofensas avanzando por el Paseo del Prado y estrellándose contra el pantalán de la policía en la subida hacia la Carrera de San Jerónimo. Espumarajos de mineros, de agricultores, de ganaderos, algún surfista hasta arriba de hachís proletario, algún dominguero que quiere recuperar su sandía enterrada en las escaleras del Congreso de los Diputados. A diferencia de las olas del Cantábrico o del Atlántico, las que llegan a Madrid avisan de su horario y de su trayectoria, de modo que la Delegación de Gobierno tiene tiempo de rellenar sacos con tierra, cabezas de antidisturbios con amenazas, y empapelar el paseo marítimo con difamadores editoriales de papel secante. Aún así, el espectáculo de esa fuerza de la naturaleza es impresionante. La marea blanca. La marea verde. La marea violeta, este sábado pasado, y la marea roja contra la Cocacola, ayer domingo. "Madrid no fabrica. Madrid no consume". Para que nieguen las consecuencias del cambio climático, ahora que una marea roja reivindicativa es por el color rojo de la Cocacola. Olas que venían de Asturias. Olas que venían de Fuenlabrada. Cómo recuerdo aquella ola gigante que llegó a Madrid otro domingo, hace ya mil años. Desde Galicia. Solemne, majestuosa, con una rabia lenta, de salitre viejo... El roncón dolido de las gaitas con que la ola de Nunca Máis bajó por la Castellana rugiendo negra y celeste a estrellarse contra la jeta de hormigón del gobierno. La sal de este país iba en su cresta de indignación: los voluntarios contra el chapapote, la solidaridad con los afectados, la dignidad de todo un pueblo. Aquella ola no se llevó ningún ministro. Se llevó mi corazón. Ah, los años... Ahora Fraga ha muerto como si hubiera sido el que inventó la Democracia. Ahora Nuñez Feijoo se fotografía alegremente con los narcos en sus lanchas de contrabando. Ahora Manuel Rivas trabaja de columnista en El País, Beiras pasa por loco, y hasta Antón Reixa ha sido presidente de la SGAE. Ahora la infame sentencia por el Prestige ha dejado más negrura incluso que el vertido del petrolero y todo es en vano: los hilillos de plastilina asumidos e impunes, y Manuel Rivas ingenioso e integrado (su artículo de este sábado lo escribo yo cuando no tengo otra cosa que hacer, aunque también hable de paseos marítimos). Y vuelvo a pensar en las olas que están batiendo estos días el Norte y en el ir y venir de nuestras mareas por los rodapiés del Eje del Prado y los pulidos azulejos que van a dar a la Puerta del Sol. Ese fragor instintivo de la gente que ha conseguido tragarse a un consejero mindundi (Lasquetty) y retrasar unos meses, a lo mejor unos años, el desembarco de las privadas en la sanidad madrileña. El desgaste del agua corriente todos los días, si no queremos que la roña se haga rocosa en los ministerios... Esa erosión más nuestra que de ellos. Cuando lo suyo es la ola que sale en los telediarios. Esa que sobrepasa el faro. La que engulle la lucecita del Pardo... De qué altura tiene que ser esa ola que llegue hasta aquí, de qué furia, de cuánta dignidad para que no quede ni un chulo de putas paseando impunemente por la cubierta del yate en que han convertido a la capital de este bendito país de mierda. El rompeolas de todas las Españas.