viernes, 9 de noviembre de 2012

PHILIP K. DICKENS

Desde el radio de celebración del día de la Almudena (como el cumpleaños de una choni poligonera) y en el radio, mucho más amplio, del año del bicentenario de Dickens, puedo decir que me cisco en la Iglesia y en su silencio cómplice con el cristo que hay liado con los desahucios en este país. Cacarean como gallinas multimillonarias contra el matrimonio gay o contra su obligación de pagar el IBI, pero no han dicho ni una puta palabra contra la usura de los bancos ni en defensa de sus víctimas con la hipoteca. El exterminio al que están sometiendo los banqueros y los políticos a todos los arruinados por esta crisis-estafa se las trae floja, por no decir que les encanta. Cuanto más dolor, más negociado para ellos, que están ahí de brujos con aspirina-placebo espiritual, a tantos euros la salvación. En este panorama con olor a incienso y vaselina, la capacidad de predicción de Philip K. Dick desde la iluminación química (las ovejas de Blade Runner, Ubik, etc.) ha sido superada por Charles Dickens desde ese costumbrismo del XIX al que estamos volviendo vertiginosamente en trenes de vapor informático: esclavismo laboral, lucha de clases, usura, robo de niños, colegios miserables, corrupción política, desempleo, emigración, pobreza, enfermedades, hambre, desahucios... No sé qué novela escribiría el amigo inglés, pero le costaría no repetirse si se inspirara en hechos reales. Pongamos que hace un viaje por España, uno de ésos a los que tanto acostumbraban los escritores ingleses de su tiempo. A poco que se fijase, ese maravilloso observador que fue Dickens no dejaría pasar por alto esos viejos jubilados que alimentan con su pensión a sus hijos y sus nietos, esos viejos desvalidos y expulsados a la postre de sus casas por avalar con ellas un crédito fraudulento, enfermos mendigando por sus medicinas, familias enteras viviendo bajo cartones,  niños suplicando que alguien les caliente su tupper con macarrones, maestros famélicos, médicos enfermos, suicidios por desesperación y orgullo, marchas de obreros zombis en busca de trabajo, emigrantes llorando en los andenes y los huesos de los fusilados asomando por las cunetas como el fantasma de navidad de nuestra guerra civil...  También observaría el inglés que nuestros ricos no sólo no han parado de comprar carruajes de lujo, sino que han multiplicado por doscientos sus beneficios en la bolsa y que la Banca Rothschild ha firmado, de mutuo acuerdo con los políticos de su graciosa majestad, una piadosa ley de buenas prácticas para con su clientela moribunda...  No sé qué tipo de novela escribiría, repito, pero dudo de que pudiera echarle esa gracia con la que alegró, y alivió, a tanta gente en su tiempo. Aunque, bien pensado, seguro que sí. Una cosa es quedarse helado con la siniestra maquinaria de la mafia financiera y otra no apreciar en lo que vale la ridícula sonrisa de Sor Fátima de Ibáñez, la psicofonía de bigote que luce Aznar o esos dos cartones de tabaco gris a los que los obispos de Canterbury de Madrid y toda España llaman catedral y donde hoy se celebra por lo cristiano el himen intacto de una mora. Abrazos, Charles.