miércoles, 25 de noviembre de 2020

"MARADONA, INMORTAL", por John Carlin (Diario Clarín)

 



Entrevisté a Diego Maradona el 21 de junio de 1986 en el césped del Estadio Azteca, en la Ciudad de México, al lado del arco dónde 24 horas marcaría los dos goles más famosos de todos los tiempos. Aquel día se convirtió en un inmortal y, para muchos, en Dios.

Dios me mintió. Era un partido de cuartos de final del Mundial, el rival era Inglaterra, habían pasado cuatro años y una semana desde la Guerra de las Malvinas.

¿Venganza? Le pregunté. “Noooooo!” ¿En serio? “Y, noooo. Es un partido importante, no hay más”. ¿De verdad? insistí, incrédulo. “¡Uuuuh, ustedes los periodistas cómo son!".

"¡Otro partido. Duro, sí, pero ya está”. Todo el esfuerzo que tiene haber hecho Maradona para reprimir el odio que realmente sentía hacia “los piratas ingleses” ─Maradona en aquel momento el sentimiento nacional argentino hecho carne─ explotó el día siguiente en la cancha.

Primero, el gol con la mano, la Mano de Dios que todos los 120.000 espectadores en el Azteca vimos, todos salvo, por un milagro, el árbitro. Después, el épico, extraplanetario gol de la victoria, aquel que Maradona inició en el centro del campo y, tras regatearse a toda Inglaterra, culminó en la red.

Pero él ya era consciente, desde mucho antes. de su inmortalidad. O, lo que es lo mismo, se lo creía. Me lo explicó otro excapitán de la selección argentina, el también difunto Roberto Perfumo. “César”, dijo Perfumo, “siempre tenía un esclavo a su lado que le decía, ‘Recuerda que eres humano, recuerda que eres humano’. Con Maradona es al revés. Desde que tiene 12 años todo el mundo le dice, ‘Recuerda que eres Dios, recuerda que eres Dios’". Y se lo siguió creyendo después de dejar el fútbol, la droga, de todas las drogas que consumió, que le provocó la mayor adicción.

La indomable energía que había exhibido con la pelota en los pies se trasladó a Maradona el personaje público, el que opinaba con una convicción férrea y absoluta sobre la política, la religión, la guerra y as paz; sobre el comunismo, el capitalismo, el peronismo, el catolicismo. Para muchos hizo el payaso; para sus fieles, no solo en Argentina sino que en medio planeta, todo lo que decía iba a misa.

Literalmente. Se creó la Iglesia Maradoniana en Rosario, lugar de nacimiento de la otra divinidad argentina Lionel Messi. La liturgia, celebrada semanalmente, rezaba: "Diego nuestro / que estás en las canchas, / santificada sea tu zurda, / venga a nuestros ojos tu magia, / háganse tus goles recordar, / así en la tierra como en el cielo…". Una noche en Buenos Aires lo vi en televisión cantando una canción ante un público enfervorecido. La letra decía: "Sembré alegría en este pueblo, / regué de gloria este suelo, / si Jesús tropezó, / por qué él no habría de hacerlo…".

No. Nadie se río. Maradona tampoco. La ausencia de ironía, la fe en sí mismo, era total. Una fe que ni la cocaína, ni la obesidad, ni las enfermedades, ni sus anteriores roces con la muerte, ni sus fracasos en el campo (que los hubo) o fuera de él en ningún momento pudieron quebrar. Ahí estaba su locura y su grandeza. Pero Maradona fue más grande que ridículo. Mucho más. Por lo que hizo en el fútbol, la religión que más devotos tiene, y por su inmensa fuerza de personalidad. No era un pecho frío.

Para bien o para mal, siempre despertó emociones. Nadie se quedaba neutral ante su figura.

Era, como dicen en la tierra de “los piratas”, “larger than life”, más grande que la vida misma.

Si lo hubiera sido sin haber marcado esos dos goles contra la pérfida Inglaterra, ¿quién sabe? Peros esos goles, y el Mundial que ganó acto seguido en la final contra Alemania, le confirieron un aura que nunca soltó y que no dejó de fascinar tanto en Argentina, el país con más hambre de ídolos que conozco, como en el resto del mundo, sacudido en su totalidad por la noticia de su muerte.


Gracias, John Carlin.
Gracias, Diario Clarín.
Mi pésame, argentinos.