lunes, 10 de diciembre de 2012

EL SÍNDROME DE HOOD ROBIN


Hace tiempo lo comenté por aquí. El Síndrome de Hood Robin. Robarle a los pobres para dárselo a los ricos. Y unas risas de toda la banda de empresarios y banqueros proscritos, cenando cochinillos giratorios a la luz de las hogueras. "Pues que los pobres no crucen el bosque de Sherwood de los ricos y no les pasará nada." Ya. Ojalá. Es que el bosque de Sherwood es ahora todo, amigo. Allí donde haya una tarjeta de crédito, un ordenador, un teléfono, una bombilla, un grifo, un techo, una acera, una alcantarilla, una farola, un impreso. Todo es Sherwood. Los brokers bajan de sus lianas, le quitan la casa a tu abuela y a ti te dan por culo. Los ministros salen de sus escondrijos, le roban la medicación a tu amigo emigrante y le meten fuego a una escuela. Los fascistas saltan de sus trampas de tierra, se quitan la capucha y degüellan a toda una cola de parados. Los economistas salen de detrás de sus mesas, les roban las sillas de ruedas a una excursión de discapacitados, y un helicóptero cargado de condesas desciende para violar a sus cuidadores. Los que antes se distinguían por su malla verde y sus arcos ahora lucen malla amarilla (el color del dinero y el del Papa Meneíto XVI, el que está en Menéame) y una estadística con la flecha apuntando hacia tus cojones. Por lo bajo. Y por pintar a uno de los de la malla amarilla, el de la justicia al revés. El del síndrome más agudo. Sir Galhardón. De película esos pasquines que ha clavado en los árboles informando de las nuevas tasas. Y que se jodan los pobres, que a él le manda el Ssssheriff de Nothingham, mirushté.