“DE LA FARRUCA DE FONTAINEBLEAU, DE LA SOLEÁ COMO PALO Y DEL FLAMENCO BILINGÜE”
“Mi relación con el flamenco siempre ha sido equívoca, por no decir equivocada, de fallo en fallo. Desde chavalito. Me topé con Porrina de Badajoz en un casete que había por mi casa porque lo confundí con Ray Charles (esas gafas), y lo mismo me pasó con otro casete donde tenía que haber cantado Clint Eastwood en Almería y era El Cabrero en Aznalcóllar (Sevilla, ese poncho, ese sombrero). O estoy mirando a un balcón, pienso que se ha muerto el alcalde, y sólo es una señora de negro y con mantilla a punto de arrancarse con una saeta, que viene a ser lo mismo que un villancico en un pesebre pero al revés y en un balcón (no confundir con los cantes de ida y vuelta, que tampoco sé exactamente lo que son, pero porque viajo poco). Con estos antecedentes y estos mimbres, ya en Madrid y menos chavalito, ni que decir tiene que entré en la Soleá por si dentro había algún tipo de terraza o similar, qué raro en la Cava Baja. Y tampoco, claro. Resultó que aparte de ser un palo flamenco, era un garito con solera. En definitiva lo fue, económicamente, el palo flamenco, noche tras noche, cuenta tras cuenta, aunque el dueño fuera payo, amable y más serio con sus cosas que un boticario de guardia: Francis, ojo clínico, bebidas para los dolores y ni un tintineo cuando la guitarra de Alfonso se ponía en marcha. El mejor “selector de ambiente” que he conocido. Antes de mirarte la solvencia en la entrada, o la borrachera, te miraba el aforo. Y era necesario. Con el derecho de admisión Francis afinaba el local como si lo hiciera con un instrumento. Aquello era tan pequeño que la acústica cambiaba en función del número de gordos que dejaba pasar, por ejemplo, o de gente con poco pelo. Albañiles, tapiceros, yesaires, chispas, fontas, algún turista entendido, el despistado, el estudiante, las Erasmas, mucho sin oficio conocido y conocidos sin mucho oficio. Unos a cantar, otros a escuchar, y el intrépido que pasaba cada media hora el canastillo pidiendo una voluntad para el chalet del guitarrista. Ésa fue la vieja Soleá durante años y sin un rayo de sol ni en los almanaques, así que venme tú ahora con la moda de los vampiros a todos los que echamos los colmillos en ese bendito sitio de flamenco para espontáneos, bebidas para los dolores, inolvidables madrugadas para olvidar cada uno sus cosas y por rincones. Y, por supuesto, sin saber nunca qué estaba sonando ni qué palo de la brisca pintaba en el aire. Y preguntarle a Alfonso era un cachondeo: “Yo tampoco”, te decía imperturbable. Perfecto, aquel flamenco bilingüe. Recuerdo que en una de esas sesiones brutales en las que igual se cantaba por Marchena (un pueblo), por El Lebrijano (un gentilicio), que por Camarón (un monstruo), apareció un gitano abetunado, de los de un millón de caracoles negros en la nuca, sonriendo con todo el mármol del porche y un diente de oro. El concepto sinvergüenza con ángel. Un borbotón de arte que lo mismo venía de capar un guardia civil que de venderle un airbag al Tren de la Fresa. Traía con él una mujercilla carísima y que parecía cualquier cosa menos una española en faena y a las tantas: elegante, educada, menuda, muy... desespañola. Pero, ay, amigo, aquello era La Soleá, y a los cinco minutos el Lladró ya se estaba inventando la farruca de Fontainebleau ella solita, ¡agsa! ¡agsa!, tenía la falda por bufanda y se había lanzado a un taconeo frenético que píllale tú el morse. Francis le puso inmediatamente una ración de jamón entre las piernas, por si la Madelón, y ésa fue la presentación en La Soleá de Manuel, el pieza, y su novia francesa, Melanie. Qué dos. El grito de guerra para las bulerías y fandangos de Manuel era “¡Naranja, naranja!” y se lo daba él mismo, Francis le ponía su limón, Melanie se pedía otra de jamón, Alfonso tanteaba por alegrías y Manuel cantaba su martinete con unas risas o una guajira del Molina macho entreverada con otra del Molina que no. Flamenco bilingüe. Recuerdo que en una de éstas acabo de acompañar a Manuel por palmas, contentísimo, feliz de haber contribuido a la magia; al gitano le caigo bien, pero me mira de arriba abajo, se rasca una oreja con el meñique que tiene alicatado de colorao y me dice: “Una cosita, niño, ¿tú cuántas manos tienes?” Ésa fue la última vez que se me escuchó a mí un repique en La Soleá. Sin rencores. Desde entonces opté por quedarme sentado, callado y recogidito, junto a Alfonso, ganando salero por acumulación... Y es a lo que iba con La Soleá, Manuel, Melanie, y ahora el bloque de putas finas al que me mudo por Chamberí a los pocos meses, en la calle Viriato, azares de la vida. Una mañana bajo las escaleras del portal con la gota de jabón todavía en el pelo y, zácate, cámaras de televisión, micrófonos y todos a por mí, díganos. Asesinato en el cuarto piso. Una de las lumis, cosida a puñaladas en la bañera, a la antigua, como la mujer de un senador romano, y que si yo tenía alguna relación como vecino, putero o etcétera. Nones. Ni idea. Yo sólo etcétera. Por Dios. Abran paso y a enterarme. La asesinada era Melanie, la francesa. ¡Vecina mía! Rediós. ¡Naranja, naranja! Estas cosas pasan en las letras del flamenco y más en un Madrid... Por la noche se ha corrido la noticia en La Soleá: “¡Han atasabado a la gabacha!” (¡La gala ha sido asesinada!) y ya estamos esperando a que Manuel no aparezca... Y, efectivamente, no aparece. Ni rueda de prensa yo no fui, ni rueda de reconocimiento todos los gitanos son iguales. Confirmado. ¡Naranja, naranja! En la bañera. Es que era puta. ¿Y no lo sabía el Manuel desde el principio? En fin. Quería escuchar a un asesino arrancarse por rumbas en un Madrid y me quedé con las ganas... Pues claro que desapareció Manuel unos días. ¿Qué esperábamos? Pero desapareció porque era gitano, flamenco bilingüe y a lo mejor chulo de putas, y ponle tú a los de la criminal una excusa, un móvil, un MP3, o acierta con la hora exacta de la coartada a minuto por caracolillo en la nuca y ya me está enseñando usted la factura del reloj tan bueno que me gasta lo mismo que la navaja de Albacete que lleváis todos los que tenéis un diente de oro, que no me creo que se pasara usted la noche cantando con quién y dónde los hipidos... Cuando se descartó que hubiera sido él y todos teníamos ya suficiente cara de culpables por haberlo pensado, lo contraté a las bravas y por derecho para animar como un campeón una boda anfibia entre italianos, casi una fusión de Telecinco con España, convite de postín en Villalba. A él y a un cuadro flamenco que dejaba sosa a la Terremoto. Esa noche, y por seguir con la fiesta, los doscientos kilos del padre italiano del novio ocuparon enteros el patio de taburetillos de La Soleá, cambiando por completo la acústica, como era de esperar, pero que mientras el italiano siguiera pidiendo jamón a ese ritmo a Francis como que plin el cante menos jondo y las góndolas de secano. Va bene. A falta de tarantelas, Manuel le arreó con tarantas y todos contentos. O casi. Naranja, naranja, pero tristes. A Manuel le faltaba su Melanie de repente, al mes o así de aquel sindiós de muerte y sospechas, y qué vergüenza por dentro haber pensado que. No tardó el gitano en desaparecer de La Soleá. Nos lo leyó en las caras y no podía ser, por los clavos de Cristo, ni os arriméis a lo que yo quería a esa niña porque entonces sí que os llevo a todos por delante como perros. Y no volvió más. Por esos días yo también dejé de pedir milongas y comenzaron a caer los whiskys por peteneras, que mi novia no paraba de haberme dejado todas las noches y aquello del flamenco de botica entre anónimos, marca blanca, ayudaba un montón. Ah, qué recuerdos raros de esa junta con la peña, solidarios como niños chicos con el lobo fuera, los recién bajados del andamio, los que traían la hormigonera todavía de sonotone, los abandonados, los divorciados, los desahuciados, cantando dolores sin parar y con aquella posología de letras tan buenas para lo mío como para lo de ellos, que casi siempre era la horrible muerte en rebaño de todas sus madres y novias en algún barranco crónico del pasado achilipú, traiciones contranatura, olor a colonia barata y olés de quirófano.
Nunca supe quién había matado a Melanie. No fue Manuel. Creo que por su muerte acabó pagando el duende. Pero échale tú un cerrojo a ese sinvergüenza.
Y Martinete no es ningún personaje cómico, que me lo acaban de decir".
REVISTA BORONÍA – 2ª EPOCA (2010) – Nº 2.
Permiso, Gabriel. He preferido colgar lo de arriba a escribir algo nuevo. Será porque sigo sin tener mucha más idea del flamenco. La entrevista que le hiciste en ese mismo número a Morente ya era magnífica entonces. Asume que ahora es histórica, amigo. El tipo que no quería oler a mármol, entre carcajadas... Es sobrecogedora la alegría que aún sigue rezumando ese hombre. Pobre Morente. Que en paz descanse.
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