domingo, 28 de enero de 2007

LEAVING ANTEQUERA (1)


Cuando me acuesto y cierro los ojos mi imagen dormidora, relajante, es la de una cruceta de punto de mira.
Una dulce, nítida y perfecta cruceta de fusil de francotirador.
Un fusil de qué tipo.
Fusil onírico, es decir, con silenciador.
En el cruce mágico de los ejes voy colocando caras meticulosamente.
Casi siempre son políticos de derechas, tipos de la televisión, canallas o imbéciles de la vida pública. Tal vez algún cantante, algún empresario, algún escritor eventual, algún alcalde fascista, algún cura pederasta, algún arzobispo pederasta.
Coloco cuidadosamente en el centro sus caras de hijos de puta, sus caras de chulos, sus caras de cretinos, sus caras de ratas millonarias, sus caras de cerdos impunes, aprieto golosamente el gatillo y sus cabezas revientan literalmente en una festiva nube roja de sangre, pedazos de carne y cráneo hecho confeti, una a una.
Chiuc, zac.
Chiuc, zac.
Chiuc, zac.
Fusil onírico.
Sus cuerpos aún se mantienen unos segundos en pie antes de caer descabezados y ridículos al suelo, y suscitar el alboroto gallináceo de los que hay a su alrededor.
Un muerto tras otro hasta que yo me quedo dormido y el mundo limpito de basura.
Oxigenado.
Mejor.
Despejado.
Políticos, famosos, periodistas, gentuza arbitraria. Chiuc, zac. Silenciosos muertos.
También hay veces en que la imagen dormidora, relajante, es la de una espada de caballero medieval. Una larga, pesada y brillante espada que hay que blandir con las dos manos. El procedimiento es diferente, pero ahí vuelven a aparecer las mismas cabezas, las mismas caras, las mismas sonrisas hipócritas, los mismos ojos falsos. Ya estén en un mitin, presentando un programa de TV o discutiendo en una tertulia: aparece de improviso el hombre espada como una bala, y les corto sus putas cabezas. De vez en cuando corto dos cabezas de un tajo o un micrófono de rueda de prensa pierde limpiamente su alcachofa; vuela alguna subcabeza de parásito o algún melón rubio de guardaespaldas con pinganillo y gafas oscuras. Chiuc, zac, por juntarte con quien no debes. Chiuc, zac, por proteger a este cabrón. Uno menos. Dos menos. Decapitación tras decapitación hasta que el hombre espada se difumina, yo me quedo dormido y el mundo limpito de basura de nuevo. Oxigenado. Mejor.
Despejado.
Ninguna sensación de culpa.
De cometer realmente esas masacres tampoco la tendría.
La sensación de culpa.
Creo.
Se trata de que yo duerma bien.
Se trata de que ellos desaparezcan.
Otras noches la secuencia consiste en la defensa de un paso estrecho entre montañas. Puedo ser un solitario guerrero espartano, con mi lanza y mi escudo, abierto de piernas, resuelto frente al paso, o puedo ser un sniper bosnio, fusil de francotirador, cuerpo a tierra y con munición infinita.
Y los que intentan pasar, depende.
Quizá asome una antigua novia.
B., con mil caras.
Un amigo traidor.
Otra vez los políticos, en patrulla campestre.
Famosos de excursión, tertulianos perdidos, intelectuales abandonados en los montes, un cura subiéndose la sotana, un arzobispo recomponiéndose la capa pluvial.
A las espaldas de estos dos últimos siempre llora un niño.
Ahí vienen.
En la vida, la justicia o la injusticia pueden ser relativas.
Aquí no.
En este momento no.
El que os espera es el asesino puro.
El Asesino Absoluto.
Y no hay más gaitas.
A lanzazos o con agujeritos negros en sus frentes, todos caen.
Defiendo el paso hasta que me quedo dormido.
Y el niño deja de llorar.

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