lunes, 11 de febrero de 2013

PREJUICIOS MÍOS


De acuerdo, sí, lo reconozco. Soy un tío lleno de prejuicios. Prejuicios gordos como caracoles en mi DNI. No puedo ver un antidisturbios sin pensar que no vale para otra cosa. No puedo ver una escultura de rotonda sin imaginarme a un artista mediocre y enchufado. No puedo entrar en una oficina pública sin pensar que soy un extraño en tierra hostil. No puedo cruzar por un paso de cebra sin sentirme un poco borrego. No puedo escuchar música nueva sin un principio de desdén. No puedo ver a un cura sin preguntarme por su tara más peligrosa. No puedo ver a un mando militar sin sentirme un impotente anarquista de acuarela. No puedo oír a un político de derechas sin suponerlo un mentiroso, cuando no, directamente, un criminal. No puedo hablar de nada importante, o que a mí me importe, con un abstemio. No soporto el adjetivo "entrañable". No puedo con la gente que se come un helado de cucurucho con cucharita. Y, para lo que quería decir en esta entrada, no me gustan los aristócratas, ya se vistan de lagarterana, de mármol o de traje de tres piezas. Hagan lo que hagan, y digan lo que digan, mi prejuicio incluye el daño que han hecho sus antepasados de árbol genealógico en cualquiera de sus ramitas de otras temporadas, en el tronco común de darle siempre leña al pobre desde el principio de los tiempos, o en los variados injertos de invernadero social con que practican su adaptación a la vida moderna y democrática, donde se supone que está feo tener privilegios por un problema hereditario en la sangre, un latifundio aquí o allá, o porque se te haya enranciado el abolengo y tu casta sea una pandemia, casándose con plebeyos/as multimillonarios/as, montando empresas (antes montaban molineras), o haciendo que participan en la vida civil por la muy "noble vía" de la política. La Alta Política, claro, que todavía no se ha visto a ningún marqués empezando de voluntario en un partido político. Esos injertos en el árbol genealógico y esas ramificaciones para extender el poderío y la influencia. Nobleza enredadera y parásita. Nobleza trepadora. Enredadora. Mimética. Incorporada. Advenediza. Y a lo que vamos, que es Pío García Escudero. Si ya de por sí me caía mal (más prejuicios) por su cara de cenaoscuras y su aspecto de concejal de fiestas de un mausoleo, el agravante añadido de que anduvo pidiéndole al partido un crédito personal (fofo y blando) con su boca fofa y blanda, y que Bárcenas tomó sarcástica y buena nota de ello en su Diario del Alpinista, sólo me hizo ponerme algo más en su contra, por perseverar en la inquina y cultivar aún más si cabe mi animadversión sin fundamento y tan prejuiciosa. Pero, ay, desdichado de mí, que me dio por mirar el currículum del concejal de fiestas, ahora que vive apartado en la p-residencia del Senado (ese retiro de lujo para trayectorias sumisas), y, zaca, hete aquí que Pío García Escudero es el IV Conde de Badarán. Sea lo que sea Badarán, ¿aquí tenemos una democracia con un conde presidiendo el senado? ¿El conde don Pío? ¿Que aquí se ha estado leyendo a Camus a escondidas en las reboticas de las librerías de viejo para que el conde don Pío sea en el 2013 el presidente de la Cámara Alta de este país? Serán prejuicios míos, vale, pero todo esto es una mierda de grande como la catedral de la Almudena. En tamaño y en lo otro.