SON LOS MISMOS DE AQUELLOS DÍAS
He recordado mi viejo y áspero desprecio por los niñatos pijos que estudiaban en universidades privadas cosas atroces como Empresariales, Económicas y Derecho. Por separado o todo junto, con un padre multimillonario detrás. Su displicencia. Su altivez. Su indisimulado asco por los que no teníamos su gusto vistiendo, sus pelitos, sus motos, sus chicas de árbol genealógico bien regado. Como en un musical tonto de Hollywood, pero por la calle Reina Victoria. Dos mundos que rara vez se cruzaban. Ni en los Colegios Mayores (nosotros en los rojos y pobres -San Juan Evangelista, Chaminade, Santa Isabel-, ellos en los fachas y caros -Barberá, San Pablo, Roncalli), ni tampoco en las zonas de marcha (Moncloa daba de emborracharse y bailar a todos, pero cada uno en su abrevadero con hilo musical exclusivo). Nunca bajó ni un punto de intensidad el conflicto. ¿Entonces qué pasó? Pues que unos y otros terminamos esa Vida y comenzamos la otra, la de ganárnosla de verdad, cada uno con sus errores, sus aciertos y el coto de caza que más o menos pudo elegir. Ni integración, ni multiculturalidad, ni Madrid Fusión, ni hostias. Ellos por su lado y nosotros por el nuestro, como las dos especies que somos. Los ricos y los pobres. Hasta un rico que deja de ser rico sigue siendo "rico". Hasta un pobre que deja de ser pobre sigue siendo "pobre". Pero digamos que les perdí la pista. Mi trabajo en el Circo me lo permitió. La alergia visceral que le tienen a Lavapiés también ha ayudado lo suyo a un aislamiento bastante aséptico. Y de repente, con los años, ahí están de nuevo. He vuelto a tener esa sensación de repugnancia. No ya en el Ayuntamiento, en la Comunidad, en el Gobierno (que también, y de qué manera), sino en... el aire. Están ahí en el oxígeno que respiro. Lo peor que ha creado la Humanidad desde sus propias tripas: excremento de millonarios. Los Mercados son esa nube de pijos hablando de sus cosas a la salida del ICADE una tarde de Abril. Olor a desodorante y a cabezas podridas de vanidad, ambición y soberbia, mientras yo contaba mis monedas por si me alcanzaba para otra copa de coñac y darle un empujoncito más a la enésima novela del siglo en el bar Veracruz de la calle Reina Victoria. El Veracruz ya no está, como casi todo. Era un sitio de camareros de chaquetilla blanca, viejos y callados, y donde, por cierto, los pijos se achicharraban en el freidor de insectos nada más entrar. Treinta años desde entonces, más o menos. Y uno no habrá mejorado gran cosa, pero ellos sí que han perseverado a peor en la repulsión que generan. La de arriba es la chica dominicana que cuida a los hijos de estos hijos (a su vez) de puta, y que ellos se tiran furtivamente con la amenaza de denunciarla a la policía por no tener los papeles en regla.
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