jueves, 10 de mayo de 2007

JUGUETES


Desde aquí, desde la edad mugrienta de los desengaños y la sonrisa torcida, recuerdo las espadas de madera con las que jugué de pequeño. Fueron muchas, y todas valientes, pero hubo una que en su cifra fue necesariamente la postrera, la última. La espada del exilio. Con la inconsciencia con que lloran o no lloran los niños; con la inconsciencia con la que crecemos para convertirnos en perfectos hijos de perra si no peleamos bien y duro por la Bondad, ese pedazo delator de madera nunca tuvo su poema épico, y sigue allí, imaginándome desarmado, vulnerable y desagradecido, al otro lado de la inmensa llanura de años que nos separa desde entonces. Con la misma soberbia con que los juguetes nos suponen tristes cuando no están con nosotros. Y con su misma verdad. Aunque sólo sea por escribir esto, me consuela pensar que, en parte, esa pequeña Tizona mía sigue valiente y noble en algún cajón de mi cabeza. Y qué leche. Tengo pruebas sobradas de que más de un malnacido la ha probado aunque sólo fuera en verbo; más de un sujeto de puñalada y corbata ha sentido un escalofrío con su olor a pino, barro y merienda. Sus y a ellos.

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